Blogia
la molineta

Escritores y Escritura

Por qué escribir (Por Javier Cercas)

Este artículo fue publicado en El Semanal de El País.

Yo lo leí en la consulta del dentista y me gustó tanto que arranqué la página para llevármela...

No... no creáis... no me da mucha vergüenza.

Aunque espero que mi dentista no lea este blog...

O que sí y que no me haga esperar tanto rato en la sala de espera.

Ojalá que lo disfrutéis tanto como yo.

Saludos.

Pablo.

 

Por qué escribir

(Por Javier Cercas)

 

No hay ni un solo escritor en el mundo al que no le hayan hecho cien veces esta pregunta. Los escritores contestamos como podemos: unos, con una solemnidad embustera (valga la redundancia); otros, con un chiste laboriosamente excéntrico; otros, con lo que han contestado otros escritores; otros, mirando a quien formula la pregunta como si fuera el tipo más imbécil de la OTAN y murmurando con gesto de asco que la pregunta no es pertinente (cuando la triste verdad es que no se le puede hacer a un escritor una pregunta más pertinente que ésa); la mayoría, me temo, mintiendo como perros. Me avergüenza confesar que hasta hoy he incurrido en todas esas infamias, pero sobre todo en la última; me enorgullece proclamar que eso se ha acabado: en este mismísimo momento, gracias a la gentileza inaudita de este periódico, que me paga religiosamente cada mes por escribir tonterías, me dispongo a decir la verdad, toda la verdad y etcétera. Con todas sus consecuencias. Pero atiendan bien, porque es la última vez que la digo.

 

Escribo porque me encanta que me pregunten por qué escribo. Escribo porque me aburro y porque si no escribiera me aburriría muchísimo más. Escribo porque escribir no sirve absolutamente para nada y sin embargo mientras escribo tengo la absoluta seguridad de que sirve absolutamente para todo. Escribo porque absolutamente nada tiene ningún sentido y sin embargo mientras escribo absolutamente todo parece tener un sentido absoluto. Escribo para leer mejor y también para dejar de vez en cuando de leer; porque el mucho leer embota (esto último lo dijo Nietzsche, que escribía pensamientos paseados). Escribo para escribir algún día un libro paseado. Escribo porque a los ocho años leí Pimpinela escarlata y desde entonces no he hecho otra cosa que intentar plagiar esa novela. Escribo porque a los 15 años yo era un salido y un día otro salido que además era un cabrón me dijo que escribiendo se ligaba, y cuando descubrí que me había engañado ya era demasiado tarde para quitarme el vicio. Escribo porque a los 15 años yo tenía una profesora radiante: un día la interrumpí en clase al grito de que estaba buenísima y ella, que estaba explicando a Borges, me expulsó de clase y yo me impuse como penitencia la lectura de las obras completas de Borges, cosa que todavía no he terminado de hacer y que no creo que termine de hacer nunca, porque en realidad es imposible. De más está decir que escribo porque a partir de los 15 años no me ha pasado absolutamente nada que tenga algún interés. Escribo porque me pagan por escribir tonterías. Escribo porque todavía no he encontrado una forma más decente de ganarme la vida, Escribo (me explico) porque no sé hacer nada útil, ni siquiera atarme los cordones de los zapatos: si supiera curar a los enfermos, no escribiría; si supiera rematar en plancha un libre indirecto, créanme, no escribiría. Escribo porque sí y porque me da la gana, y a quien le parezca mal que me lo diga en la calle. Escribo para poder pensar (esto, creo, lo dijo Cabrera Infante). Escribo porque cuando escribo tengo la impresión acusadísima de que soy una persona inteligente y también de que todos los que me rodean son todavía más inteligentes que yo, sólo que ellos no se dan cuenta.

 

Escribo para que me lea mi madre, que es la única que me leía cuando no me leía nadie y que me leerá cuando ya nadie me lea (¡un abrazo, mamá!). Escribo para que me lean dos tipos que están muertos y dos o tres que todavía están vivos. Escribo para que me lea usted (¡sí, usted, el de la tercera fila, no se esconda!). Escribo porque escribo como Dios (esto, Dios me perdone, es mentira). Escribo porque no creo en Dios. Escribo porque en un mundo sin Dios, escribir, como reírse (pero esto lo dijo Kafka), es casi una obligación moral, o quizá metafísica. Escribo para llevar la contraria, pero todavía no he descubierto a quién. Escribo para entender cosas que sé que no hay manera humana de entender, con la esperanza de que ese esfuerzo fracasado por entenderlas sea ya una forma de entenderlas. Escribo porque la vida es una mierda, y los hombres, un hatajo de indeseables y de cobardes, pero cuando escribo salgo a la calle cantando canciones tirolesas y sintiéndome John Wayne y con ganas de abrazarme al primero que pasa y echarme a llorar de tristeza en su cuello. Escribo porque si no escribiera no tendría ni un solo motivo para respetarme, muy pocos para levantarme por l amañana y casi todos para convertirme en un peligrosísimo oligofrénico, de lo que se deduce que el Estado debería subvencionarme para que siguiera escribiendo. (No escribo, por cierto, para que me quieran más: la spersonas que me quieren me querrían igual si no escribiera, y las personas que no me quieren no me querrían ni aunque dejase de escribir). Escribo para joder a los que no quieren que escriba y para alegrar a los que quieren que siga escribiendo. Escribo porque, entre nosotros, escribir mola (esto, seguro, debió de decirlo alguien, probablemente un chino). Escribo por todas estas cosas y por muchísimas más. En realidad, escribo por casi todo, porque cualquier excusa es buena para escribir. A veces (Dios me perdone) he llegado incluso a escribir para hacerles creer a quienes me leen que no quiero que me pregunten nunca más por qué escribo

13 Consejos para Escribir (Por Chuck Palahniuk)

13 Consejos para Escribir (Por Chuck Palahniuk)

Nota del... Bueno, sí, traductor:

 

En primer lugar, se impone pedir disculpas por las incorrecciones que pueda tener la traducción. He intentado limitarme a las palabras de Palahniuk, pero sin que las frasen suenen como si hablara un yanki en Benidorm.

En segundo lugar, aclararé que estos trece consejos están extraídos de la web oficial de Chuck Palahniuk. En esa página, el autor hace lo que se podría dar en llamar un taller virtual para los usuarios registrados (y de pago). En los que propone un tema al mes a sus seguidores. De ahí que a veces se refiera a "este trabajo" o "esta tarea". Yo bajé estos trece consejos, alguno de los cuales me parece interesante y, algún otro, divertido. Si alguno lee en inglés, puede visitar la página oficial de Chuck Palahniuk , aunque os advierto que es bastante liosa. En ella, encontré algunos de estos trabajos mensuales que podría resultar interesante a alguien. Obviamente, no los puedo traducir todos. Aparte del tiempo, no sé si el asunto sería legal...

Espero que os pueda resultar interesante. Aunque sólo sea un poco.

Saludos.

Pablo.

 

 

13 CONSEJOS PARA ESCRIBIR

POR CHUCK PALAHNIUK

Hace veinte años, una amiga y yo caminábamos por el centro de Pórtland en navidad. Los grandes almacenes: Meier an dFrank... Fredrick and Nelson... Nordstroms... sus enormes escaparates mostraban cada uno una bonita y sencilla escena: un maniquí vistiendo ropa o una botella de perfume sobre nieve falsa. Pero el escaparate de J.J. Newberry’s, maldita sea, estaba atestado de muñecas y oropeles y espátulas y destornilladores y almohadas, aspiradoras, perchas de plástico, jerbos, flores artificiales, golosinas – ya pillas el punto. Cada uno de los cientos de objetos tenía marcado su precio con un círculo de desteñida cartulina roja. Y, al pasar, mi amiga, Laurie, echó un buen vistazo y dijo, “Su filosofía de escaparatismo debe de ser: Si el escaparate no parece estar del todo bien, ponle más cosas"

Ella hizo el comentario perfecto en el momento perfecto, y lo recuerdo dos decadas después porque me hizo reír. Aquellos otros preciosos escaparates... Estoy seguro que tenían mucho gusto y estilo, pero no tengo memoria real de cómo eran.

Para este trabajo (....) mi meta es poner más. Poner juntos una especie de escaparate de navidad de ideas, con la esperanza que algo será útil. O como empacar regalos de navidad para los lectores, poniendo dentro caramelos y una ardilla y un libro y algunos juguetes y un collar. Espero que una variedad suficiente garantizará que aparezca una completa tontería , pero que alguna otra cosa pueda ser perfecta.

Número Uno: Hace dos años, cuando escribí las primeras de estas tareas, era más o menos el tiempo de mi método de escritura “egg timer” (avisador). He aquí el método: Cuando no quieres escribir, pon en el avisador en una hora (o en media hora) y siéntate a escribir hasta que el cronómetro suene. Si todavía odias escribir, eres libre en una hora. Pero, normalmente, para cuando suene la alarma, estarás tan involucrado en tu trabajo, disfrutándolo tanto, que seguirás adelante. En vez de un avisador, puedes poner una lavadora, o secadora y úsalas para cronometrar tu trabajo. Alternar la tarea mental que supone escribir con la física de hacer la colada y lavar los platos, te proporcionará las pausas que necesitas para que te lleguen nuevas ideas y percepciones. Si no sabes qué es lo siguiente que va a ocurrir en la historia... limpia el baño. Cambia las sábanas. Por el amor de Dios, quítale el polvo al ordenador. Una idea mejor llegará.

Número dos: Tu audiencia es más lista de lo que imaginas. No temas experimentar con las formas de la historia ni con los cambios en el tiempo. Mi teoría personal es que los lectores jóvenes se distancian de la mayoría de los libros no porque esos lectores sean más tontos que los del pasado, sino porque el lector de hoy es más listo. Las películas nos han hecho muy sofisticados para la narración. Y tu audiencia es mucho más complicada de impactar de lo que puedas imaginar.

Número tres: Antes de sentarte a escribir una escena, medítala y conoce el propósito de dicha escena. ¿Que situaciones establecidas en escenas anteriores salda? ¿Qué establece para escenas posteriores? ¿Cómo activa tu trama? Cuando estés trabajando, conduciendo, haciendo ejercicio, mantén sólo esta cuestión en tu mente. Toma notas conforme tengas ideas. Y sólo cuando estés decidido acerca de los huesos de la escena, entonces siéntate y escríbela. No vayas a ese aburrido y polvoriento ordenador sin algo en la mente. Y no hagas que tu lector camine trabajosamente a través de una escena en la que pasa muy poco o nada.

Número cuatro: Sorpréndete a ti mismo. Si puedes llevar la historia – o dejarla que ella te lleve a ti – a un lugar que te asombre, entonces puedes sorprender a tu lector. Cuando llegas a ver cualquier sorpresa bien planeada, las posibilidades son que también la verá tu sofisticado lector.

Número cinco: Cuando te atasques, vuelve y lee los capítulos anteriores, buscando personajes o detalles que puedas resucitar como “armas enterradas”. Al final de estar escribiendo “El club de la lucha”, no tenía ni idea de qué era lo que iba a hacer con el edificio de oficinas. Pero releyendo el primer capítulo, encontré el comentario desperdiciado sobre mezclar nitro con parafina y como eso era un método incierto para fabricar explosivos plásticos. Esa tonta acotación (... la parafina nunca me ha funcionado...) fue la perfecta “arma enterrada” para resucitarla al final y salvar mi culo de narrador.

Número seis: Utiliza el escribir como una excusa para hacer una fiesta cada semana – incluso aunque llames a esa fiesta un taller” -. Cada vez que pasas tiempo entre otra gente que valora y apoya la escritura, eso compensará esas horas que gastas a solas, escribiendo. Incluso si algún día vendes tu trabajo, ninguna cantidad de dinero te compensará del tiempo que pasas a solas. Así coge tu “cheque” por adelantado, haz de la escritura una excusa para estar con gente alrededor. Cuando llegues al final de tu vida, confía en mí, no mirarás atrás y saborearás los momentos que pasaste a solas.

Número siete: Permítete mantenerte en el “No Saber”. Este pequeño consejo viene a través de un centenar de gente famosa, a través de Tom Spanbauer hasta mí y ahora, tú. Cuanto más tiempo puedas permitirle a una historia que tome forma, mejor forma tendrá. No apresures o fuerces en final de una historia o un libro. Todo lo que tienes que conocer es la próxima escena, o unas pocas próximas escenas. No tienes que conocer cada momento hasta el final, de hecho, si lo haces, será terriblemente aburrido de ejecutar.

Número ocho: Si necesitas más libertad en la historia, entre borrador y borrador, cambia los nombres de los personajes. Los personajes no son reales, y ellos no son tú. Por el hecho de cambiar sus nombres arbitrariamente, consigues la distancia que necesitas para torturarlo de veras. O peor, bórralo, si eso es lo que la historia necesita de verdad.

Número nueve: Hay tres tipos de discurso – No sé si esto es VERDAD, pero lo oí en un seminario y tenía sentido -. Estos tipos son: Descriptivo, Imperativo y Expresivo. Descriptivo: “El sol se levantó alto...” Imperativo: “Camina, no corras...” Expresivo: “¡Ay!” La mayoría de los escritores de ficción utilizarán sólo uno – dos, todo lo más -. Así que, usa los tres. Mézclalos. Es como la gente habla.

Número diez: Escribe el libro que quieres leer.

Número once: Hazte ahora fotos de autor, con chaqueta, mientras eres joven. Y hazte con los negativos y el copyright de esas fotos.

Número Doce: Escribe sobre los temas que realmente te preocupan. Esas son las únicas cosas sobre las que merece la pena escribir. En su curso, llamado “Escritura peligrosa”, Tom Spanbauer enfatiza que la vida es demasiado preciosa como para desperdiciarla escribiendo historias insulsas y convencionales las cuales no tienen ningún lazo personal contigo. Hay tantas cosas de las que Tom habló, pero sólo puedo medio recordar: el arte de “manumision” que no puedo deletrear, pero que entendí que significaba el cuidado que utilizas al mover a un lector a través de una historia. Y “sous conversation”, el cual me hice la idea de que significaba el mensaje escondido, enterrado entre la historia obvia. Como no me siento cómodo describiendo temas, sólo medio entiendo. Tom estuvo de acuerdo en escribir un libro sobre este trabajo y las ideas que él enseña. El título de trabajo es “A Hole In The Heart (Un agujero en el corazón”) y tiene planeado tener listo un borrador en Junio de 2006, con fecha de publicación a primeros de 2007.

Número Trece: Otra historia de escaparates de navidad. Casi cada mañana, desayuno en el mismo restaurante, y esta mañana un hombre estaba pintando el escaparate con dibujos navideños. Hombres de nieve. Copos de nieve. Campanas. Santa Claus. Él permanecía de pie, fuera, en la acera, pintando con pinturas de diferentes colores. Dentro del restaurante, los clientes y los camareros observaban como esparcía pintura roja y blanca y azul en el exterior de la gran ventana. Tras él, la lluvia cambió a nieve, cayendo de un lado a otro en el viento.

El pelo del pintor era de todos los tonos de gris, y su cara, flácida y arrugada como el culo vacío de sus vaqueros. Entre colores, paró para beber algo de un vaso de papel.

Observándolo desde el interior, comiendo huevos y tostadas, alguien dijo que era triste. Este cliente dijo que el hombre era, probablemente, un artista fracasado. Que lo del vaso de papel, probablemente sería güisqui. Que probablemente tenía un estudio lleno de pinturas fracasadas y ahora vivía de decorar escaparates de restaurantes y tiendas. Triste, triste, triste.

Este pintor siguió poniendo colores. Todo el blanco nieve primero. Entonces algunas extensiones de rojo y verde. Entonces unas líneas de negro que delimitaban las formas de colores y las convertían en paquetes y árboles.

Un camarero caminó por el restaurante, sirviendo café a la gente, y dijo, “Es tan bonito. Ojalá yo pudiera hacer algo así...”

Y tanto si envidiábamos como si nos daba pena el camarero en el frío, él siguió pintando. Añadiendo detalles y capas de color. Y no estoy seguro de cuándo pasó, pero en algún momento ya no estaba allí. Las pinturas por sí mismas eran tan ricas, llenaron tan bien la ventana, los colores tan brillantes, que el pintor se había ido. Tanto si era un fracasado como un héroe. Él había desaparecido, se había largado a donde fuera, y todo lo que estábamos viendo era su trabajo.

 

Escribir un cuento (Raymond Carver)

Raymond Carver
(1939-1988)

Escribir un cuento

Allá por la mitad de los sesenta empecé a notar los muchos problemas de concentración que me asaltaban ante las obras narrativas voluminosas. Durante un tiempo experimenté idéntica dificultad para leer tales obras como para escribirlas. Mi atención se despistaba; y decidí que no me hallaba en disposición de acometer la redacción de una novela. De todas formas, se trata de una historia angustiosa y hablar de ello puede resultar muy tedioso. Aunque no sea menos cierto que tuvo mucho que ver, todo esto, con mi dedicación a la poesía y a la narración corta. Verlo y soltarlo, sin pena alguna. Avanzar. Por ello perdí toda ambición, toda gran ambición, cuando andaba por los veintitantos años. Y creo que fue buena cosa que así me ocurriera. La ambición, y la buena suerte son algo magnífico para un escritor que desea hacerse como tal. Porque una ambición desmedida, acompañada del infortunio, puede matarlo. Hay que tener talento.
Son muchos los escritores que poseen un buen montón de talento; no conozco a escritor alguno que no lo tenga. Pero la única manera posible de contemplar las cosas, la única contemplación exacta, la única forma de expresar aquello que se ha visto, requiere algo más. El mundo según Garp es, por supuesto, el resultado de una visión maravillosa en consonancia con John Irving. También hay un mundo en consonancia con Flannery O’Connor, y otro con William Faulkner, y otro con Ernest Hemingway. Hay mundos en consonancia con Cheever, Updike, Singer, Stanley Elkin, Ann Beattie, Cynthia Ozick, Donald Barthelme, Mary Robinson, William Kitredge, Barry Hannah, Ursula K. LeGuin... Cualquier gran escritor, o simplemente buen escritor, elabora un mundo en consonancia con su propia especificidad.
Tal cosa es consustancial al estilo propio, aunque no se trate, únicamente, del estilo. Se trata, en suma, de la firma inimitable que pone en todas sus cosas el escritor. Este es su mundo y no otro. Esto es lo que diferencia a un escritor de otro. No se trata de talento. Hay mucho talento a nuestro alrededor. Pero un escritor que posea esa forma especial de contemplar las cosas, y que sepa dar una expresión artística a sus contemplaciones, tarda en encontrarse.
Decía Isak Dinesen que ella escribía un poco todos los días, sin esperanza y sin desesperación. Algún día escribiré ese lema en una ficha de tres por cinco, que pegaré en la pared, detrás de mi escritorio... Entonces tendré al menos es ficha escrita. “El esmero es la UNICA convicción moral del escritor”. Lo dijo Ezra Pound. No lo es todo aunque signifique cualquier cosa; pero si para el escritor tiene importancia esa “única convicción moral”, deberá rastrearla sin desmayo.
Tengo clavada en mi pared una ficha de tres por cinco, en la que escribí un lema tomado de un relato de Chejov:... Y súbitamente todo empezó a aclarársele. Sentí que esas palabras contenían la maravilla de lo posible. Amo su claridad, su sencillez; amo la muy alta revelación que hay en ellas. Palabras que también tienen su misterio. Porque, ¿qué era lo que antes permanecía en la oscuridad? ¿Qué es lo que comienza a aclararse? ¿Qué está pasando? Bien podría ser la consecuencia de un súbito despertar,. Siento una gran sensación de alivio por haberme anticipado a ello.
Una vez escuché al escritor Geoffrey Wolff decir a un grupo de estudiantes: No a los juegos triviales. También eso pasó a una ficha de tres por cinco. Solo que con una leve corrección: No jugar. Odio los juegos. Al primer signo de juego o de truco en una narración, sea trivial o elaborado, cierro el libro. Los juegos literarios se han convertido últimamente en una pesada carga, que yo, sin embargo, puedo estibar fácilmente sólo con no prestarles la atención que reclaman. Pero también una escritura minuciosa, puntillosa, o plúmbea, pueden echarme a dormir. El escritor no necesita de juegos ni de trucos para hacer sentir cosas a sus lectores. Aún a riesgo de parecer trivial, el escritor debe evitar el bostezo, el espanto de sus lectores.
Hace unos meses, en el New York Times Books Review John Barth decía que, hace diez años, la gran mayoría de los estudiantes que participaban en sus seminarios de literatura estaban altamente interesados en la “innovación formal”, y eso, hasta no hace mucho, era objeto de atención. Se lamentaba Barth, en su artículo, porque en los ochenta han sido muchos los escritores entregados a la creación de novelas ligeras y hasta “pop”. Argüía que el experimentalismo debe hacerse siempre en los márgenes, en paralelo con las concepciones más libres. Por mi parte, debo confesar que me ataca un poco los nervios oír hablar de “innovaciones formales” en la narración. Muy a menudo, la “experimentación” no es más que un pretexto para la falta de imaginación, para la vacuidad absoluta. Muy a menudo no es más que una licencia que se toma el autor para alienar —y maltratar, incluso— a sus lectores. Esa escritura, con harta frecuencia, nos despoja de cualquier noticia acerca del mundo; se limita a describir una desierta tierra de nadie, en la que pululan lagartos sobre algunas dunas, pero en la que no hay gente; una tierra sin habitar por algún ser humano reconocible; un lugar que quizá solo resulte interesante par un puñado de especializadísimos científicos.
Sí puede haber, no obstante, una experimentación literaria original que llene de regocijo a los lectores. Pero esa manera de ver las cosas —Barthelme, por ejemplo— no puede ser imitada luego por otro escritor. Eso no sería trabajar. Sólo hay un Barthelme, y un escritor cualquiera que tratase de apropiarse de su peculiar sensibilidad, de su mise en scene, bajo el pretexto de la innovación, no llegará sino al caos, a la dispersión y, lo que es peor, a la decepción de sí mismo. La experimentación de veras será algo nuevo, como pedía Pound, y deberá dar con sus propios hallazgos. Aunque si el escritor se desprende de su sensibilidad no hará otra cosa que transmitirnos noticias de su mundo.
Tanto en la poesía como en la narración breve, es posible hablar de lugares comunes y de cosas usadas comúnmente con un lenguaje claro, y dotar a esos objetos —una silla, la cortina de una ventana, un tenedor, una piedra, un pendiente de mujer— con los atributos de lo inmenso, con un poder renovado. Es posible escribir un diálogo aparentemente inocuo que, sin embargo, provoque un escalofrío en la espina dorsal del lector, como bien lo demuestran las delicias debidas a Navokov. Esa es de entre los escritores, la clase que más me interesa. Odio, por el contrario, la escritura sucia o coyuntural que se disfraza con los hábitos de la experimentación o con la supuesta zafiedad que se atribuye a un supuesto realismo. En el maravilloso cuento de Isaak Babel, Guy de Maupassant, el narrador dice acerca de la escritura: Ningún hierro puede despedazar tan fuertemente el corazón como un punto puesto en el lugar que le corresponde. Eso también merece figurar en una ficha de tres por cinco.
En una ocasión decía Evan Connell que supo de la conclusión de uno de sus cuentos cuando se descubrió quitando las comas mientras leía lo escrito, y volviéndolas a poner después, en una nueva lectura, allá donde antes estuvieran. Me gusta ese procedimiento de trabajo, me merece un gran respeto tanto cuidado. Porque eso es lo que hacemos, a fin de cuentas. Hacemos palabra y deben ser palabras escogidas, puntuadas en donde corresponda, para que puedan significar lo que en verdad pretenden. Si las palabras están en fuerte maridaje con las emociones del escritor, o si son imprecisas e inútiles para la expresión de cualquier razonamiento —si las palabras resultan oscuras, enrevesadas— los ojos del lector deberán volver sobre ellas y nada habremos ganado. El propio sentido de lo artístico que tenga el autor no debe ser comprometido por nosotros. Henry James llamó “especificación endeble” a este tipo de desafortunada escritura.
Tengo amigos que me cuentan que debe acelerar la conclusión de uno de sus libros porque necesitan el dinero o porque sus editores, o sus esposas, les apremian a ello. “Lo haría mejor si tuviera más tiempo”, dicen. No sé qué decir cuando un amigo novelista me suelta algo parecido. Ese no es mi problema. Pero si el escritor no elabora su obra de acuerdo con sus posibilidades y deseos, ¿por qué ocurre tal cosa? Pues en definitiva sólo podemos llevarnos a la tumba la satisfacción de haber hecho lo mejor, de haber elaborado una obra que nos deje contentos. Me gustaría decir a mis amigos escritores cuál es la mejor manera de llegar a la cumbre. No debería ser tan difícil, y debe ser tanto o más honesto que encontrar un lugar querido para vivir. Un punto desde el que desarrollar tus habilidades, tus talentos, sin justificaciones ni excusas. Sin lamentaciones, sin necesidad de explicarse.
En un ensayo titulado Writing Short Stories, Flannery O’Connor habla de la escritura como de un acto de descubrimiento. Dice O’Connor que ella, muy a menudo, no sabe a dónde va cuando se sienta a escribir una historia, un cuento... Dice que se ve asaltada por la duda de que los escritores sepan realmente a dónde van cuando inician la redacción de un texto. Habla ella de la “piadosa gente del pueblo”, para poner un ejemplo de cómo jamás sabe cuál será la conclusión de un cuento hasta que está próxima al final:

Cuando comencé a escribir el cuento no sabía que Ph.D. acabaría con una pierna de madera. Una buena mañana me descubrí a mí misma haciendo la descripción de dos mujeres de las que sabía algo, y cuando acabé vi que le había dado a una de ellas una hija con una pierna de madera. Recordé al marino bíblico, pero no sabía qué hacer con él. No sabía que robaba una pierna de madera diez o doce líneas antes de que lo hiciera, pero en cuanto me topé con eso supe que era lo que tenía que pasar, que era inevitable.

Cuando leí esto hace unos cuantos años, me chocó el que alguien pudiera escribir de esa manera. Me pereció descorazonador, acaso un secreto, y creí que jamás sería capaz de hacer algo semejante. Aunque algo me decía que aquel era el camino ineludible para llegar al cuento. Me recuerdo leyendo una y otra vez el ejemplo de O’Connor.
Al fin tomé asiento y me puse a escribir una historia muy bonita, de la que su primera frase me dio la pauta a seguir. Durante días y más días, sin embargo, pensé mucho en esa frase: Él pasaba la aspiradora cuando sonó el teléfono. Sabía que la historia se encontraba allí, que de esas palabras brotaba su esencia. Sentí hasta los huesos que a partir de ese comienzo podría crecer, hacerse el cuento, si le dedicaba el tiempo necesario. Y encontré ese tiempo un buen día, a razón de doce o quince horas de trabajo. Después de la primera frase, de esa primera frase escrita una buena mañana, brotaron otras frases complementarias para complementarla.
Puedo decir que escribí el relato como si escribiera un poema: una línea; y otra debajo; y otra más. Maravillosamente pronto vi la historia y supe que era mía, la única por la que había esperado ponerme a escribir.
Me gusta hacerlo así cuando siento que una nueva historia me amenaza. Y siento que de esa propia amenaza puede surgir el texto. En ella se contiene la tensión, el sentimiento de que algo va a ocurrir, la certeza de que las cosas están como dormidas y prestas a despertar; e incluso la sensación de que no puede surgir de ello una historia. Pues esa tensión es parte fundamental de la historia, en tanto que las palabras convenientemente unidas pueden irla desvelando, cobrando forma ene l cuento. Y también son importantes las cosas que dejamos fuera, pues aún desechándolas siguen implícitas en la narración, en ese espacio bruñido (y a veces fragmentario e inestable) que es sustrato de todas las cosas.
La definición que da V.S. Pritcher del cuento como “algo vislumbrado con el rabillo del ojo”, otorga a la mirada furtiva categoría de integrante del cuento. Primero es la mirada. Luego esa mirada ilumina un instante susceptible de ser narrado. Y de ahí se derivan las consecuencias y significados. Por ello deberá el cuentista sopesar detenidamente cada una de sus miradas y valores en su propio poder descriptivo. Así podrá aplicar su inteligencia, y su lenguaje literario (su talento), al propio sentido de la proporción, de la medida de las cosas: cómo son y cómo las ve el escritor; de qué manera diferente a las de los más las contempla. Ello precisa de un lenguaje claro y concreto; de un lenguaje para la descripción viva y en detalle que arroje la luz más necesaria al cuento que ofrecemos al lector. Esos detalles requieren, para concretarse y alcanzar un significado, un lenguaje preciso, el más preciso que pueda hallarse. Las palabras serán todo lo precisas que necesite un tono más llano, pues así podrán contener algo. Lo cual significa que, usadas correctamente, pueden hacer sonar todas las notas, manifestar todos los registros.